Hay días que tienes la suerte de acabar en un sitio inesperado, disfrutando de algo que no te imaginabas, con gente que te hace sentir muy a gusto.
Eso es precisamente lo que pasó este cuarto día en Japón. Eso sí, hubo que esperar a la noche y a un paseo de búsqueda de lugares para cenar fallidos hasta entrar en el sitio sin nombre, el sitio inolvidable. Y es curioso, porque el día empezó en un mercado para acabar en la barra del restaurante más acogedor y delicioso de todo el viaje.
Antes de enseñaros la lonja del pescado, Tsukiji, voy a hacer una confesión: “Nunca he visto la subasta del atún en directo”, ni cuando vivía en Tokio ni en los 4 viajes posteriores que he hecho a Japón. Desde luego que no me merezco el diploma de la perfecta “gaijin” en Japón pero la verdad, eso de levantarme antes de que pongan las vías de la JR para molestar a unos señores que están haciendo su trabajo a esas horas, nunca me ha parecido elegante.
A lo que iba, a enseñaros un sitio estupendo, humilde como el que más y lleno de vida a tope. En el que no se debería poder desayunar otra cosa que pescado crudo, y donde apartarse en una esquina para no estorbar y simplemente ver el movimiento de carretillas, idas y venidas es ya un espectáculo para no perderse.
Para llegar a Tsukiji lo mejor es tomar la salida A1 en la parada Tsukijishijô de la Línea Ôedo. El mercado accesible para los visitantes podríamos decir que se divide en dos espacios separados por una explanada. En uno encontramos varias callecitas de locales pequeños donde abundan las sushiyas, y las tiendas de verduras, tés y utensilios para preparar el pescado y el arroz.
Y si cruzas la explanada esquivando carretillas, llegas a una zona techada pero en su mayor parte abierta por las paredes donde están diferentes los puestos de pescado. La mayoría de esos puestos, y eso es algo extrapolable a otros ámbitos de los negocios y la vida en Japón, están especializados algo: en cierto tipo de pez, molusco o similar. Son los verdaderos especialistas.
Estos puestos no son nada más que unas plataformas de madera donde se colocan las piezas de pescado, con algunas estructuras superiores que parecen esqueletos y de donde cuelga alguna bombilla o algún cartel. Lo más tecnológico que se puede ver son frigoríficos para el pescado o sierras para cortar las piezas ultracongeladas. Esta sencillez sorprende a cualquiera.
El día transcurrió entre Tsukiji, el museo 21_21 Design Sight en Roppongi, Shinjuku donde quedamos con Keiko, Shinôkubo donde visitamos a mi profesora Matsuo Sensei y finalmente Shibuya, donde quedamos con mi amigo Yoshi.
Caminamos por la Supein Zaka y llegamos a una zona apartada del bullicio en el que se encontraba una izakaya con muy buena pinta. Yoshi quería llevarnos allí para cenar y la verdad es que al entrar en el sitio y ver el ambiente me dió mucha pena no poder conseguir mesa o barra para quedarnos allí. Otra vez sería.
Así que seguimos andando, esta vez por la zona de clubs, discotecas, love hotels y demás locales de ocio nocturno. Mientras paseábamos pasamos delante de un cineclub en el que proyectan películas no comerciales. Yoshi nos iba contando como en Tokio existen ciertas zonas en las que se concentran oficialmente los negocios de vida nocturna. En esas zonas es donde existe el permiso de abrir una discoteca, un local de hostess o un love hotel, cosa que me pareció de mucho sentido común, sobre todo para los vecinos de un barrio. Si no te importa vivir en un lugar con ese ambiente puedes buscar casa por estas zonas, y si no, sabes que en las zonas que no están predeterminadas para ello no van a colocarte un local en frente de casa.
Y así encontramos una especie de casa tradicional, en la que había menús de comida en la puerta pero no tenía ni un rótulo ni nada más que informase. Además, la entrada era un pasillo largo de madera que daba paso a un espacio interior donde había dos puertas, una que comunicaba a un bar muy pequeño con una barra y 5 sillas; y otra completamente ciega a la que llamamos y de la que salió un chef. El chef nos indicó que aquello era Omakase, un restaurante con una fórmula en la que el chef te cocina lo que el quiere y que normalmente suele costar un ojo de la cara, así que nos indicó amablemente que si no teníamos reserva podíamos pasar al otro bar, y allí nos fuimos. Salieron 4 hombres de negocios muy felices y dejaron el lugar vacío, en la habitación Yoshi, Nacho, el cocinero y yo.
El menú se basó en tempura y arroz con hierbas. Aquí empezó el mayor deleite para los sentidos desde que visité el restaurante El Choco en Córdoba.
El chef solo tenía un fuego con una especie de camping gas y una parrilla para asar, pero no le hacía falta nada más. Y así nos fue dando conversación, explicándonos las delicias que iba sirviendo, de dónde venían y por qué eran tan exquisitas.
También nos ofreció unas copas especiales para invitarnos a un sake de producción limitada. El mejor de las dos semanas allí, felicidad inmensa serían las dos palabras que definirían el sentimiento al salir por la puerta y despedirnos amablemente de aquel hombre que nos alegró la noche con su comida y su conversación.