Tawarayama onsen iba a ser uno de los pocos viajes que iba a hacer a un lugar nuevo durante este mes en Japón. Además también significaba el único viaje que haría sola, algo que en ciertas ocasiones me produce un gran placer.
Después de haber tenido a Rei y a Hiro (mis anfitriones en Hiroshima), buscando horarios de trenes para mí de forma que optimizara los tiempos de traslado, finalmente decidí sobre la marcha montarme en un tren distinto. No iría por el camino más rápido, sino por el más largo y lento pero a la vez el más emocionante, pensé, sin saber si realmente sería así.
De esta forma en lugar de hacer el recorrido Hiroshima-Shimonoseki en tren y de ahí bus directo hasta Tawarayama Onsen, decidí parar a medio camino en la estación de Asa, un pueblo por llamarlo de algún modo, y allí coger otro tren para finalmente llegar en un bus a mi destino que a diferencia del primero solo tardaría 30 minutos, no las 2 horas del que iba directo desde la gran ciudad.
Llegar a Asa fue fácil, pero allí me vi en una estación donde apenas había nadie. Tenía una hora casi de espera, miré al otro lado de los tornos pero las cuatro casas del pueblo no daban señales de un solo café, ni un konbini, nada. Así que allí me quedé sentadita en mi banco de madera. A los 20 minutos de espera vi aparecer delante de mis narices un vagón que andaba solo, no tenía máquina que tirase de él, era como ver un tren de playmobil a escala real así que ni corta ni perezosa empecé a echar fotos con mi brazo japonés. Los pasajeros que bajaban reían al ver la curiosidad que el mini-tren había despertado en mí, la única «gaijin» del lugar.
Se suponía que estaba en la vía correcta y que en breve saldría mi tren, pero en la vía solo estaba el tren de playmobil, con su silbato y todo. ¿Cuando se irá el juguetito para dejar sitio a mi tren? Me preguntaba yo. Inocente, 10 minutos antes de la partida de mi tren pregunté a la chica de los tornos, ¿y cual fue la respuesta? el trenecito de cuerda era el que me tenía que llevar a mi a Nagato-Yumoto, la estación en la que finalmente cogería el bus al onsen. La cosa se ponía interesante, cuando aquello empezó a moverse tenía la sensación de que en algún sitio había un par de duendes japoneses escondidos, o quizá un par de tanukis, echando carbón a las calderas. El paisaje se iba transformando en un vergel de arroz recién cortado, de medios tallos aún verdes.
Entre campo y campo de arroz ya se empezaban a ver montañas y las vías del tren transcurrían por una apertura estrecha en medio de tal paisaje. No faltaban los túneles, ni el silbido del tren cada vez que iba a salir de alguno para anunciar que él, tan pequeño pero tan digno, se estaba abriendo paso.
A mí, la oscuridad de esos túneles estrechos me recordaba a la escena de Ponyo en el acantilado, en el que la niña, llevando de la mano a Ponyo ve como se le va disolviendo, entrando en un sueño extraño mientras pierde la forma humana, como se va emponyando, derritiéndose y convirtiendo en pez. Afortunadamente aunque con la luz tenue y la oscuridad entraba sueño, como a Ponyo, ninguno de los pasajeros empezamos a convertirnos en pez.
Yo no podía disfrutar más del viaje, ¡cómo me alegraba de haber cogido el camino no recomendado! Hubiera sido capaz de darme la vuelta directamente al llegar a Nagato-Yumoto, lo había pasado tan bien por el camino que de buena gana hubiera desandado el camino hecho y tan feliz. Sin embargo, la segunda opción, la de seguir adelante era demasiado tentadora. El objetivo era llegar a un pueblito perdido de la montaña, que ni siquiera mis amigos japoneses conocían, famoso por sus aguas termales y por su templo en el que adoran los falos. Esta segunda atracción decidí saltármela, con lo divertido que es estar en remojo en agua ardiendo con olor a azufre ¿para que iba a ir yo a ver el templo (El templo a Mara Kannon) y su colección de penes de diversas formas y tamaños?
Así con esa confianza que tenemos los imprudentes llegué a Nagato-Yumoto (prefectura de Yamaguchi). En esa estación (ésta era de Pin y Pon, ya ni siquiera de Playmobil) no había nadie, nadie, nadie, así que decidí asaltar a la familia que se bajó conmigo del tren. Yo no pensaba quedarme allí a esperar un tren de vuelta, yo tenía que encontrar la parada del bus que me llevase a mi bañera de agua sulfurosa.
La señora muy amablemente salió corriendo a la calle después de que le preguntase y a los minutos apareció con una sonrisa de oreja a oreja en la cara. ¡Había encontrado la parada del bus! Grandiosa hazaña, si me tengo que poner a encontrar yo ese pedazo de parada lo mismo me dan Los Santos y estoy todavía dándole vueltas a la casetita de la estación de Nagato-Yumoto.
Bueno, otro ratito de espera. Me sentía como en el verano de Kikujiro, me faltaba Takeshi Kitano al lado con la camisa hawaiana esperando al bus en medio del campo. ¿Pasaría algún autobús por allí? Llegué a dudarlo pero más o menos a la hora establecida allí apareció, por si no se paraba le hice señales, tenía que coger ese autobús como fuera ya que había llegado hasta allí.
El autobús empezó a adentrarse cuesta arriba en la montaña, el paisaje seguía siendo impresionante y finalmente me quedé sola con el conductor confiando en que aquello llegaría a mi destino deseado. Así me lo había confirmado el conductor y alguna abuela que se bajó en una parada anterior donde también había aguas termales.
Llegó y el señor me recomendó un onsen en particular, el que yo quería había cerrado. Por las calles no se veía a nadie, solo se podían intuir las personas por los pares de zapatillas que miraban hacia la calle en las entradas de los ryokan que tenían sus puertas abiertas invitando a entrar y alojarse.
Por 4 euros conseguí barra libre de agua termal, podría quedarme allí todo el día en remojo. Sería difícil aguantar todo ese tirón sin salir a gatas de las piscinitas por la bajada de tensión que entra pero no importaba, por 4 euros acceder a ese lujo merecía la pena aunque no pudiese quedarme allí hasta la noche. Los detalles de ese baño, me los reservo, hay muy pocos placeres tan buenos como ese en este mundo, a quien nunca lo haya probado (y no le importe bañarse desnudo con gente de su mismo género) he de decirle que una vez lo pruebas después quedas enganchado de por vida.
La experiencia en el pueblo disfrutando a mi aire del viaje, del baño, de la comida y de los paseos hizo del día uno de los mejores de todo el mes, si no el mejor.
Siempre he tenido una sensación muy especial en los pueblos y en la montaña en Japón. Para mí que esa misma fuerza que lleva el agua subterránea a hervir y salir de las entrañas de esa manera, la misma de los terremotos y la que hace escarpadas a las montañas, es la misma que sale de la tierra y se puede respirar. Si no, ¿qué de especial podía tener un pueblucho como este?
Y así a las 4 y media de la tarde llegó el autobús para ir a Shimonoseki (pasadizo entre Honshu y Kyushu).
No se abriría paso a través de los campos de arroz de la misma manera que el tren pequeño pero ya no hacía falta. Me quedaba después de todo el día con una sensación de felicidad enorme y con la sensación de que el verdadero viaje había sido el camino y no el destino.